La discusión entre los hermanos Vladimir y Ernesto Villegas en el programa del primero de ellos en Globovisión, pasó por todos los matices: en ocasiones estuvo candente, picante y en otras candorosa, sutil, y hasta manida incluso de argumentos, debido a los vestigios de esa retórica vetusta que conserva todo aquel que ha sido inoculado por el malicioso virus del marxismo. En todas sus formas y presentaciones, por cierto, y no tan solo para quien lo aborda con pasión y sin un ojo crítico.

Porque ese lastre ideológico termina siempre por obstruirle el raciocinio a quien lo padece -incluso a las mentes preclaras-, y en este caso a ambos comunicadores se les enredó la peonza y se enfrascaron en recriminaciones, terminando por debatir tan solo sus posturas políticas sin llegar verdaderamente a dilucidar el trasfondo de lo que pretendían esclarecer.

Como es costumbre en los egotistas, más vale tener la razón, ganar la discusión y exponer al otro que hacerse mejores personas. En ese sentido, Vladimir, como hermano mayor, aventajó al benjamín, ya que, como buen comunista liberal, lució más dispuesto a reconocer sus errores. En cambio el otro no hizo más que lucir sus típicos berrinches de niño ñángara malcriado, cuando en su astronómica vanidad el malvado amo capitalista de su hermano se atrevía a interrumpirle el caletre para ir, por ejemplo, a un corte comercial.

Pero las diferencias que separan a ambos (la desastrosa gestión de Nicolás Maduro y la tendencia suicida de éste hacia el abismo de su comunismo obtuso, que aún increíblemente defiende uno de los hermanos), se allanaron cuando el mismo Ernesto confesó su verdad más íntima: que ellos son considerados como el vivo ejemplo de “lo peorcito”.

Así fue. Sí, un arrebato irónico con el que creyó burlarse de la forma como “los percibe la derecha”, describió a la perfección a quienes defienden, a través de posturas distintas, las mismas ideas muertas, los mismos proyectos inviables, los mismos falsos acabados y las mismas torpes y decadentes conclusiones.

Por más que mostraron sus diferencias aparentes, estas solo son superficiales. En el fondo ambos representan la misma clase política, la que defiende la estafa doctrinaria más arcaica y artera: esa que profesa el bien idílico de la mayoría pero termina indefectiblemente convirtiéndose en su más cruel y fantasmal pesadilla, la del dominio atroz de una casta burocrática sobre un pueblo pauperizado, cada vez más ignorante y sin esperanza.

Por olfato, conveniencia o desavenencias reales, uno de los hermanos se distanció y buscó nuevos horizontes. Así pretende perpetuar la viveza con la fórmula infalible de las nobles intenciones, lo cual permite justificarse incluso hasta en las más salvajes contradicciones, pero el otro tuvo miedo hasta de esa libertad astuta y codiciosa. Se decantó por la pureza de sus instintos menguados: se mantuvo fiel al crepúspulo de sus ídolos. Tal vez la vida lo puso demasiado cerca de la mierda como para poder decir la verdad. Por eso quizá sea de los dos, como lo dijo él mismo en sus propias palabras -y a confesión de parte relevo de pruebas-, “el peor de lo peorcito”.

Telémaco Montiel

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