La avanzadilla rusa toma posiciones en América Latina con negocios en varios países, apoyo petrolero a Cuba y hasta la restauración del Capitolio de La Habana. Trump, mientras, mira hacia otro lado con indiferencia.
Después de décadas de intenso contacto, los rusos dejaron escasas huellas en Cuba. Algunos jóvenes con el nombre de Vladimir o Natacha y las matrioskas decorando unas pocas salas son los últimos vestigios de aquella relación. Sin embargo, en los últimos años los vínculos entre La Habana y Moscú han ganado fuerza. El Kremlin ha vuelto.
Rusia lleva tiempo desembarcando en América Latina de la mano de esos mismos Gobiernos que reclaman en los foros internacionales por un mayor respeto a la soberanía y a “la libre elección de los pueblos”. Sus líderes populistas, en parte para molestar a Estados Unidos, hacen alianzas con Vladimir Putin bajo la premisa de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.
Ese tipo de asociación permitió al Palacio de Miraflores, en Venezuela, pertrecharse con 5.000 sistemas de defensa aérea portátil (Manpads, por sus siglas en inglés), según un documento publicado recientemente por la agencia Reuters. El arsenal comenzó a acumularse en la época del fallecido presidente Hugo Chávez, pero resulta ahora más peligroso en medio de la inestabilidad política que hace tambalearse a Nicolás Maduro.
En Centroamérica, Nicaragua funciona como la puerta de entrada para la voraz superpotencia. Daniel Ortega cuenta con medio centenar de tanques de combate enviados por Moscú y su territorio sirve de emplazamiento para asesores militares rusos. El corrupto sistema en que ha derivado el sandinismo crea un escenario propicio para las ansias de expansión del exoficial del KGB.
Sin embargo, La Habana sigue siendo el principal aliado en este lado del mundo. La suspicacia que surgió entre ambos países, tras el desmembramiento de la Unión Soviética y la llegada al poder de Boris Yeltsin, se ha ido despejando. Con Putin al mando, algo de aquella URSS ha renacido y los vínculos diplomáticos vuelven a estrecharse.
En la barriada de Miramar, al oeste de la capital cubana, la embajada de Rusia parece haber ganado en importancia en el último lustro. Con la forma de una espada clavada en el pecho de la ciudad, la construcción es llamada jocosamente “la torre de control”, desde donde la severa madrastra escruta todo lo que ocurre en su antiguo y añorado dominio.
Rusia acaba de sacar del atolladero a Raúl Castro tras el recorte de los envíos petroleros desde Caracas. En los años del idilio con Chávez, Cuba recibió unos 100.000 barriles diarios de crudo venezolano, pero en los últimos meses esa cantidad se ha reducido en más de un 40%. El Gobierno se vio obligado a recortar la entrega de combustible a los vehículos del sector estatal y restringir la venta de gasolina premium o especial.
La petrolera rusa Rosneft ha llegado en auxilio de Castro y se comprometió a proveer a la Isla con 250.000 toneladas de petróleo y diésel, unos dos millones de barriles. La operación de salvamento deja un reguero de dudas sobre la forma en que la Plaza de la Revolución pagará a Moscú, en medio de la falta de liquidez y de la recesión que padece el país.
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