Parlamento es una palabra feliz. Tanto en su acepción política, que refiere a esa institución clave de la democracia elegida con la función de legislar, la intención de crear un equilibrio respecto a las decisiones del gobierno y defender la diversidad de intereses por medio de las fuerzas políticas allí representadas; como en la más literaria, que refiere a un texto ensayístico o dramatúrgico que puede ser interpretado o recitado por un actor o un orador. En ambos casos, remite a convivencia, debate, reflexión, diálogo. A resolución pacífica de conflictos.
Ambas acepciones remiten también al uso de la palabra. Los diccionarios se refieren a parlament, término francés que representa la acción de parler, es decir de hablar, como el antecedente directo de la palabra parlamento en nuestro idioma.
Porque el Parlamento, cuando es realmente una institución democrática, no un simulacro –que también puede serlo– es el lugar donde mejor se dirime la antigua confrontación entre civilización y barbarie, democracia y autoritarismo, o entre el poder ejercido por vía de la coerción violenta y el poder asumido por los caminos del diálogo.
Esa condición es ilustrada magistralmente por el escritor español Javier Cercas en un libro titulado Anatomía de un instante, una crónica novelada que recrea el fracasado golpe de Estado de febrero de 1981 conducido por el desde entonces legendario general Tejeros, quien entra con una tropa de guardas civiles, pistola en mano, al Congreso de los Diputados de España, en ese momento en sesión.
El título del libro proviene del instante cuando las balas de los golpistas zumban por el hemiciclo y todos los parlamentarios buscan refugio ocultándose detrás de sus escaños. Todos menos tres. Adolfo Suárez, presidente del Gobierno de España; el general Gutiérrez Mellado, su vicepresidente, y Santiago Carrillo, secretario del Partido Comunista, que permanecen sentados, arriesgando sus vidas, en un gesto sublime de defensa de la institución y rechazo de la fuerza bruta.
El golpe, ya lo sabemos, fracasó. Tejeros y los demás jefes insurrectos pasaron años en prisión. Cercas desarrolla la novela tratando de responder una pregunta: “¿Qué animó a aquellos hombre a tomar la decisión de mantenerse en sus asientos arriesgando sus vidas?”. La fotografía ha quedado para la Historia como el instante cuando se salvó la aún frágil democracia española recién salida del largo castigo franquista.
Hay otro instante en un hemiciclo que me parece también ilustrativo. Ocurre en 1948, bajo la efímera Presidencia de Rómulo Gallegos. La oposición aprueba interpelar a Leonardo Ruiz Pineda, ministro de Comunicaciones, acusado de intimidar con una misiva a los propietarios de radio. Ruiz Pineda se presenta ante la Cámara de Diputados. Dos oradores brillantes y jóvenes, Rafael Caldera, de Copei, y JóvitoVillalba, de URD, llevan la voz cantante de la interpelación.
Ruiz Pineda, dirigente de Acción Democrática, escucha en silencio. Al momento de responder, lo hace serenamente. Se apoya en la Constitución. Cita leyes y reglamentos. Reconoce algunos errores, aclara situaciones y defiende sus posturas con claridad.
Cuando baja del presidium y se dispone a retirase, la sala entera estalla en aplausos. Los diputados de todas las fracciones, incluyendo quienes minutos antes le habían interpelado severamente, se ponen de pie y aplauden largamente al joven ministro que acaba de dar una lección de rigurosidad y democracia.
Los dos ejemplos nos ayudan a entender lo fundamental del Parlamento. El reconocimiento, la aceptación y el respeto de las diferencias. El rechazo a las soluciones violentas. El acatamiento del orden constitucional.
Suárez era de derecha, Carrillo de izquierda. Caldera democratacristiano, Ruiz Pineda social demócrata. Pero eran políticos que sabían parlamentar. Sabían que “parlamento” no es solo una palabra feliz. Que siempre ha sido un faro orientador en el mar oscuro de las sociedades que navegan extraviadas víctimas del diálogo perdido.