La fractura del país es un hecho.
El veredicto de Mota Domínguez (CORPOELEC) de que si no se toman medidas de racionamiento urgentes el sistema eléctrico puede colapsar a principios de abril y dejar sin luz al 70% del país, es el síntoma más palmario de la crisis. El embalse de Guri se encuentra a solo 10 metros de su nivel histórico más bajo (75% sin agua).
Cuando el desabastecimiento y el hampa abarcan población y territorio, y el Gobierno no tiene tiempo para ocuparse de esos “nimios” problemas pues está ocupado en su guerra con Obama, algo así como su Vietnam de opereta, echándole su mochuelo a otro, la masacre de Tumeremo desnuda otro flanco más.
El vacío de poder.
El vacío de Estado.
Que no pagan los corruptos y el hampa organizada que siembra el desgobierno y la muerte, sino David Natera, el duro director de ese bravío periódico llamado El Correo del Caroní, al que acaban de condenar a 4 años de prisión por desnudar la mugre.
Escándalo que incluso en su momento, obligara al gobierno a proceder con destituciones, y al poder judicial a detener e imputar.
Luego de tres años ahora matan al mensajero, y a su valor más trascendente, la libertad de investigar e informar a la opinión pública guayanesa y nacional sobre su detritus más corrosivo.
De manera que ahora a la escasez y a la impunidad se le añade otra cuota impagable, una ruin y grosera deuda que hace que a esto que padecemos lo alcance el rango de anti-Estado.
En su oportunidad El Correo abrió esa caja de Pandora vergonzante y en 2013, con el flamante Plan Guayana Socialista en las manos, el Gobierno se encontró en la necesidad ordenar una investigación propia “hasta sus últimas consecuencias” y encomendar al entonces ministro de Industrias, Ricardo Meléndez –hoy redundante vicepresidente del Consejo de Ministros para la Planificación y el Conocimiento y ministro del Poder Popular para la Planificación del gobierno venezolano–, de instruir un reordenamiento del comercio de la extractora de mineral de hierro, ante la real la necesidad de un “saneamiento estructural”.
Lo que ocurre ahora sacude hasta sus cimientos la gobernabilidad de Guayana y al Estado en su conjunto, porque este exabrupto, sumado al impacto causado por lo ocurrido en Tumeremo, ha reventado las costuras.
28 mineros venezolanos desaparecidos como los 43 estudiantes normalistas de Iguala en el estado mexicano de Guerrero, masacre que en 2014 sacudió la consciencia mundial.
Con el añadido terrible –para las 28 familias de los mineros de Tumeremo– de que sus cadáveres nunca llegaron a la morgue, según testimonio del doctor que estaba de guardia el viernes pasado en el Hospital José Gregorio Hernández de Tumeremo, recabado por la BBC de Londres, quien declaró que “Aquí llegó una cantidad de mineros baleados, apuñalados, golpeados, que habían logrado escapar de la masacre”.
Hecho terrible y violento que el sábado, al declarar el gobernador de Bolívar (de Guayana) general Francisco Rangel Gómez, aseguró como una información “absolutamente falsa” “que personajes de la derecha han estado mencionando”, pues “se hizo un rastreo recientemente esta tarde y no se encontró nada”.
Este tipo de hecho de acción en masa es el que el padre Leonardo Boff, teólogo brasileño relaciona con la cobardía. Concepto que en los denominados Genocide studies hoy se extiende a las investigaciones sobre violación de los derechos humanos a partir del delito de genocidio sancionado por la ONU.
Amén de que según la BBC, testigos declararon que “funcionarios de inteligencia y la política estaban custodiando la zona mientras se producía la matanza”.
La sacudida es tremenda.
Según otro corresponsal, la desesperanza y la sed de justicia rivalizan desde hace varios días en las manifestaciones en Tumeremo. Y la Fiscal y el Defensor del Pueblo y el propio Ministro de la Defensa hacen lo que pueden para lidiar con algo imposible de politizar, como se tiende a hacer con todo.
El 3 de marzo de 2015 el colega Mayorga titulaba su nota “¡Tiroteados y descuartizados a machete y sierra! Más de 10 mineros masacrados en Guayana”.
Y en diciembre de 2014 en el diario La Razón, en un largo reportaje, se informaba del incremento agresivo del clima mafioso que oprimía al estado Bolívar, fenómeno que involucraba a guerrilleros y paramilitares colombianos, narcotraficantes y bandas de atracadores, secuestradores y extorsionadores, asociados con corrompidos agentes de cuerpos de seguridad del estado en las zonas mineras del oro, el diamante y otras piedras valiosas como el coltán, el llamado “oro azul”, por su creciente valor en el mercado internacional.
Que como es conocido se utiliza en microelectrónica, telecomunicaciones y en la industria aeroespacial.
Y que obliga a preguntarse, ¿cómo en un vasto territorio como nuestra amada Guayana, donde el Estado no existe, pueden hoy impedirse estas matanzas?
La masacre es un acto de reconstitución del poder.
Una acción bárbara mediante la cual un grupo criminal determinado y existente en los mapas delictivos, ha querido dejar claro, como en Iguala, quién manda.
Sobre todo por la protección informal que los grupos del crimen organizado han venido tejiendo y destejiendo por décadas en los poderes públicos.
El monopolio de la violencia legítima es la primera condición para que exista el Estado. Y ese monopolio implica que no haya poderes armados que cuestionen la autoridad en el territorio.
La falta de neutralidad política del poder coercitivo genera una violencia criminal que ha evidenciado esos vacíos de poder.
Y obliga a construir institucionalidad.
No una institucionalidad sólo declarativa y nominal.
De boquilla.
Los régimenes autoritarios (es de librito) delegan en personas violentas el monopolio de la violencia en representacion del Estado. Y como recuerda Joaquín Villalobos, fundador y máximo dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo, una de cinco organizaciones que conformaron el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, “policías y ejércitos se llenan de matones, ignorantes y corruptos, mal pagados, pero leales al poder”.
Entonces, ¿cómo se devuelve Guayana a la legalidad?
El presidente Maduro y la clase política venezolana están ante una disyuntiva. O se unen fuerzas con la comunidad internacional y la sociedad civil ante la gravísima crisis de seguridad o se deja el país a la deriva.
Porque este problema de la criminalidad impune se propaga.
El Estado es fuerte para comprar lealtades y reprimir a los disidentes políticos y a periodistas como David Natera. Encarcelarlos para meternos el miedo en el cuerpo.
Pero no controla a los delincuentes.
Cunde la cultura de la impunidad.
Y como lo saben hasta en la ONU, la condicion esencial para que exista crimen organizado es que haya agentes del Estado involucrados.
El efecto criminal no lo explican solo las rentas del crimen sino tambien la debilidad de los Estados, la cultura de la ilegalidad de los ciudadanos y la inexistencia del Estado de Derecho.
Los colombianos empezaron a ganar la batalla contra el crimen cuando expulsaron a los criminales de las instituciones. Cuando después de depurarlas multiplicaron exponencialmente sus fuerzas militares y policiales y convirtieron los derechos humanos en parte de su doctrina de seguridad.
Los mexicanos, por la masacre de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, han tenido que acudir a una auditoria externa auspiciada por la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos.
En Guatemala, en valiente gesto, fue necesario crear una comision internacional en contra de la impunidad, la CICG, con colaboracion de Naciones Unidas, y una activa auditoría ciudadana.
¿Y aquí?
Aquí ojala no tengamos que preguntarnos como la gran Elena Poniatowska después de la masacre de Iguala, si estamos sentados sobre cadáveres.
Porque sin duda, amigo lector, Tumeremo no comienza en Bolívar, sino en Iguala.
Entre Iguala y Ciudad Juárez.
En el infierno.