Siempre me ha apasionado viajar, confesión que no me ha sido requerida pero que deseo hacer a nombre de lo que hoy comentaré. Ese gusto por los viajes lo he tenido desde que era estudiante, época igualmente de manifiesta carencia de recursos suficientes para hacerlos con holgura. Motivados alguna vez en curioso acercamiento a otros pueblos en función de conocer sus tradiciones, costumbres y logros; o ir al encuentro de instituciones de renombre y ver cómo abordaban la enseñanza de la carrera universitaria escogida por mí; o cual participante en encuentros culturales como festivales de teatro.
Completo el comentario diciendo que ya unido a una maravillosa mujer, extraordinario ser humano, esa inclinación buscamos transmitirla a los hijos, aspirando a que la visión que ellos tuvieran del mundo fuera de dimensión universal y no solo parroquial, así como dedicar parte de su tiempo a aprender otros idiomas, partiendo de la idea de que hacerlo significaba la posible comunicación con otros sectores de la humanidad.
Y así fue por años, de manera que cada viaje deseado o proyectado se traducía en festivo entusiasmo en el seno de nuestro círculo familiar. Pero habida cuenta del sentido amor por Venezuela y en especial por Caracas, igual nos alegró siempre el regreso, y ello determinado entre muchas otras cosas por la evocación de la casa y de nuestros amigos, por la nostalgia del “calor del hogar”.
Debo referirme ahora, y lo hago con hondo pesar, a lo mucho que ha cambiado todo. Así en una ida hace pocos meses a Canadá, al grato reencuentro del hijo mayor, hecho en principio feliz, la complejidad y número de trámites para salir de acá fue extenuante. La víspera del regreso no nos sentimos respondiendo a la nostalgia mencionada, sino invadidos por la preocupación de con qué “nos encontraremos aquí” y sobre todo en la aduana “¿con qué nos irán a salir?”, y en razón de eso si bien el vuelo hacía escala en Bogotá y seguía en horas de la noche hacia Maiquetía, tanto familiares como numerosos amigos, nos convencieron de los riesgos implícitos en llegar aquí en ese horario en vez de quedarnos en Bogotá y hacerlo en la mañana siguiente. Así fue y lo celebramos como acertada decisión, por sentirnos más seguros ante la violencia delictiva.
Somos, lamentablemente, testigos de un deplorable deterioro institucional y asistimos a un brutal arrinconamiento de nuestros valores republicanos, mientras el prepotente (en verdad pobre) Maduro mantiene su empeño en demostrar su desprecio por el Poder Legislativo. Con su usual claridad Tulio Hernández se refiere a nuestra situación bajo el título de “Dilema civilizatorio que hoy vive Venezuela” y se refiere a una izquierda insurreccional que se articula con una ideología militarista, en términos claramente definitorios.
Sucedió que volé de nuevo al exterior con urgencia por agravamiento de un familiar enfermo. Por tal ausencia no pude estar en la marcha nacional del día 1°, solidaria con la masiva demanda popular por la realización del referendo revocatorio que determine la salida del poder del tal Maduro. De todos modos, en este regreso al país lo que tengo al frente y plenamente celebro es la extraordinaria demostración ante el mundo (y lo aún más importante, la percepción y el reconocimiento de ese mismo mundo) de la firme definición y expresión venezolanas de nuestro apego a la democracia, a altos valores éticos y a la clara y excelsa dignidad de un país puesto de pie en decidido repudio a quienes asaltaron el poder. Un pueblo no golpista, de espíritu pacifista, y con clara conciencia del significado de ser consecuentes con una causa noble.