No es la primera vez que el expresidente español Felipe González decide intervenir en un país latinoamericano con el propósito explícito de colaborar en la liberación de presos políticos detenidos por un gobierno autoritario.
En 1977, cuando apenas tenía 35 años de edad, y aún no había llegado a la Presidencia de la República, el secretario general del Partido Socialista Obrero Español, un líder joven pero que contaba ya con una gran prestigio internacional, viajó a Chile a defender a el exsenador Erich Schnake y al operador bancario Carlos Lazo. Dos socialistas chilenos que, bajo los cargos de sedición y traición, habían sido condenados por la dictadura del general Augusto Pinochet a largos años de prisión.
Además de su carisma personal, González llevaba consigo el entusiasmo que generaba la transición española del franquismo hacia la democracia. Ya se habían realizado las primeras elecciones generales, Adolfo Suárez las había ganado, pero González se había consolidado como el más importante líder del más sólido partido de oposición.
Acompañado por tres periodistas de reconocidos diarios españoles, Felipe González fue autorizado por el gobierno que aún mantenía a Chile bajo toque de queda y una implacable represión a realizar una corta visita de tres días a Santiago, la capital. Ya habían transcurrido cuatro años del cruento golpe de Estado, miles de chilenos habían sido asesinados, desaparecidos o condenados a prisión. Y como la dictadura lo controlaba todo, había quienes consideraban que había llegado la hora de realizar algunos gestos que suavizaran su tétrica imagen internacional. En ese contexto se autorizó el viaje.
González, han contado los periodistas que le acompañaron, entre ellos Joaquín Prieto de El País, tuvo unas jornadas intensas. Aunque seguido permanentemente por funcionarios del gobierno, se movió con cierta libertad. Recibió a familiares de desaparecidos, fue incluso recibido por la ministra de Justicia y el presidente del Tribunal Supremo y, lo más importante, logró visitar en la cárcel de Capuchinos a Schnake y Lazo.
La propuesta que llevaba González al gobierno de Pinochet era la de pedir el cambio de la pena de cárcel por el extrañamiento a otro país. Transcurrido varios meses, y dentro de la política de ablandamiento de la imagen internacional, la dictadura chilena liberó a un grupo importante de presos. Entre ellos se encontraban los Scnake y Lazo. Schnake se radicó en España y así Felipe González terminó exitosamente su periplo libertario por un Cono Sur por entonces atenazado por los militares, el miedo y la represión.
Lo que vino después ya es historia conocida. En 1982 comenzó a ejercer la presidencia de España y bajo su gobierno el país vivió un crecimiento económico que la transformó para siempre y logró consolidar un sistema de salud pública que se convirtió en modelo y referencia internacional. Luego fue reelecto como presidente, y a pesar de la página oscura del GAL, se convirtió en un emblema de estadista democrático.
Hacer chistes azufrosos sobre George Bush o difamar a Álvaro Uribe es relativamente fácil. Pero no ocurre lo mismo si se trata de hacerlo con Felipe González. Las consecuencias son distintas. Bush y Uribe son símbolos de oscuras derechas, violadoras de los derechos humanos, mientras que González es uno de los dirigentes políticos más prestigiosos de la izquierda europea quien, junto a Adolfo Suárez, será recordado como uno de los más importantes artífices de la reconstrucción democrática de España luego de la larga, oscura y militarista noche del franquismo.
Felipe González es, además, uno de los más respetados estadistas europeos, entre otras razones por su sólida formación intelectual y porque, desde muy joven, no le ha temblado el pulso para enfrentar el autoritarismo ya sea este ejercido en nombre del gran capital o del proletariado.
Casi cuatro décadas después, ahora patriarca y con canas, vuelve a América Latina a defender presos políticos.