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Si a las generaciones de mis mayores les correspondió la tragedia de la Guerra Civil Española como lección de democracia ante el espanto totalitario y de comportamiento solidario ante las desgracias y desventuras de nuestros iguales, a las nuestras y en proporción a la dimensión de los conflictos regionales, les correspondió la tragedia chilena. Viví la primera desde las míticas recreaciones de mi militancia en las Juventudes del Partido Comunista chileno, el arrobamiento y la admiración ante el ejemplo de las Brigadas Internacionales y las leyendas y canciones que acompañaban nuestras reuniones adolescentes. Cantábamos Los Cuatro Generales, el Ejército del Ebro, Ay Carmela y desde luego el Bella Ciao e incluso el Volga Volga, aprendido en ruso ante el ícono deslumbrante de José Stalin. Llevados de la mano por Elías Lafferte, Volodia Teitelboim y Pablo Neruda.

No imaginábamos que en Chile pudiera vivirse un horror semejante, si bien mi profesor de Filosofía Contemporánea, el orteguiano y andalucísimo Paco Soler, a quien asistía en sus seminarios sobre Heiddeger, Ortega, Julián Marías y Xavier Zuviri, solía decirme, mientras recorríamos caminando al final de la tarde el largo trayecto desde el Pedagógico en la Avda. Macul a su casa en la Avda. Simón Bolívar, “nadie se lo espera, pero cuando aquí pase lo que tiene que pasar…” Recibí ese mismo mensaje en un estremecedor grabado de un gran pintor chileno – Bonatti –, que intitulara “Si no lo detenemos a tiempo…”.

No lo detuvimos. Y no por culpa del pueblo, sino de las dirigencias. Y en no poca medida por la nefasta y venenosa intromisión de Fidel Castro. Como siempre. Doy fe del profundo e ingenuo sentimiento solidario que dominó a la sociedad chilena en esos primeros días de la Unidad Popular, recién llegado de Berlín a Santiago de Chile con mi familia. Cuando primaba el contagioso anhelo por la igualdad sin menoscabo de la libertad, la redistribución sin ánimos devastadores y la alegría desbordante de ver el triunfo de anhelos populares, alimentados en mi familia por la militancia comunista de mi padre, taxista, y profundamente afincados en la sociedad chilena, frustrados desde el fin de los gobiernos social democráticos de Pedro Aguirre Cerda y Juan Antonio Ríos a treinta años de distancia, a fines de los treinta comienzo de los cuarenta.

Ese tiempo anhelante, contagioso y palpitante que atrajese a miles de argentinos, brasileños, uruguayos, venezolanos y centroamericanos que, bueno es reconocerlo, recibieron un trato privilegiado, no duró mucho. Pronto el radicalismo extremo se hizo carne del ingenuo y desbordante socialismo popular chileno, Fidel llegó con su corte de facinerosos a sembrar la cizaña, el socialismo de rostro humano chocó con las determinaciones objetivas que no permitieron, no permiten ni permitirán jamás la imposición del socialismo real – el marxista leninista, maoísta o castro fascista, llámese como se llame – sin mediar la dictadura proletaria. Véase: del partido.

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De esa experiencia aprendí una lección inolvidable, que las nuevas generaciones de chilenos no conocieron y sus mayores parecen haber olvidado: no hay revolución marxista sin terror. No hay socialismo real sin dictadura. Y como colofón de esos años terribles: así la democracia sea un imperfecto sistema de gobierno, además de perfectible es el mejor de los sistemas políticos hasta hoy inventados por el hombre. Surge de su naturaleza y su vivencia social. El socialismo es la imposición de un delirio. Por filosófica y metafísica que sea su fundamentación.
Esa experiencia estaba viva en la Venezuela a la que llegué un 28 de junio de 1977, tras cuatro años de exilio en Alemania. Si bien todavía acechada por el temor de la insurgencia, la amenaza del guevarismo, la agónica sobrevivencia de la violencia que hacía una década se había cebado en el cuerpo generoso de una sociedad visceralmente democrática y popular, invadida por el castrismo con sus mejores comandantes, para quebrarle el espinazo asaltando el poder con las armas. Tras el establecimiento de una dictadura socialista a la cubana.

Nunca logré transmitirle a los venezolanos, que parecieran no querer saberlo, empeñados como están por despreciar su propio pasado, la insólita felicidad que se respiraba y se vivía en las calles y barrios de Venezuela por esos años. Después de vivir una década en Berlín Occidental y pasar largas temporadas en Buenos Aires, en Paris y en Madrid, tenía suficiente experiencia como para reconocer que hasta entonces no había conocido otro país – y hasta hoy no lo conozco – en el que se viviera una felicidad semejante, con tanta alegría, tanto desenfado y sobre todo: tantas facilidades. A pesar de no ganar más de quinientos bolívares mensuales por la clase que impartía en la maestría de filosofía, poco más de cien dólares de entonces, me bastaba almorzar un pabellón criollo – 5 bolívares – para sentir que estaba viviendo a cuerpo de rey. Bajar a la playa era cuestión de un par de bolívares, viviendo el Caribe en todo su esplendor. Las amistades eran populosas, de todas las razas, todos los colores y todas las nacionalidades. Y la generosidad tan insólita, que al mes estaba escribiendo en el Papel Literario de El Nacional, que dirigía entonces Alberto Crespo con la ayuda de Tomás Eloy Martínez. El contacto me lo ofreció un amigo ecuatoriano recién conocido de cuyo nombre no logro acordarme.

No recibí jamás un solo rasgo de rechazo por mi condición de chileno. Al contrario: serlo era como un pasaporte que abría todas las puertas y franqueaba todos los obstáculos. Jamás había conocido, y no he vuelto a conocer transcurridos 37 años desde entonces, una sociedad más abierta, alegre, móvil, desprejuiciada. Podías desayunar en un chiringuito callejero de la Avda. Baralt, almorzar en casa de un profesor de clase media en Colinas de Bello Monte y cenar invitado por la más empingorotada de las familias en el Country Club.

Un conmovedor desprejuicio y una exuberante movilidad social que me permitió con los años tratar como padres putativos a dos venezolanos excepcionales, que he amado como a mis padres auténticos, que representaban, sin embargo, los dos extremos opuestos del prejuicioso análisis marxista, del que yo era un experto por aquellos años, como que me había formado a la vera de Marcuse, Adorno y Jürgen Habermas: Pompeyo Márquez, el más autentico, egregio y popular de los políticos marxistas venezolanos del siglo XX, y Ricardo Zuloaga, patriarca de una familia de empresarios de la más goda de las estirpes. Y de una bondad y una integridad sin límites.

Quiero que alguien me explique si conoce otro país en el mundo en que se pueda comer a la mesa con un prócer marxista como mi bien amado Pompeyo Márquez y un encumbrado y rico empresario de la aristocracia local como nuestro inolvidable Ricardo Zuloaga, sin que exista una sola diferencia que impida la comunión total de pareceres, aún con diferencias ideológicas aparentemente tan notables.

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Puedo responder con mi corazón en la mano: Chile era y sigue siendo el ejemplo contrario, en donde las diferencias de clase son abismales, los prejuicios insoportables, la prepotencia de los de arriba sólo equiparable a la humildad de los de abajo – a los que pertenecí y siento que sigo perteneciendo. A pesar de los terremotos sociales que el intento de Allende provocara y la dictadura de Pinochet terminara por imponer. Para un chileno, llegar a Venezuela era como para un sediento encontrarse de pronto y sin mediar preparativos con el más prodigioso de los oasis.
No exagero. Si usted le pregunta a los chilenos que se quedaron obnubilados por Venezuela, lanzaron por la borda sus equipajes y se quedaron a echar raíces en esta tierra de promisión, tendrá el mismo cuadro, la misma admiración por Venezuela y el mismo entrañable amor verdaderamente patriótico por este país. Que lo siento también en quienes llegaron de Europa huyendo de los horrores de la grandes guerras y holocaustos para asumir la venezolanidad como una forma de existencia vital. A veces más acendrada y consciente que la de sus nativos. Una cosa es ser hijo natural de Venezuela. Otra muy distinta, acogerla como a una amante.

Lo cuento porque los mismos sentimientos experimentaron las decenas de miles de chilenos que llegaron a Venezuela huyendo de la dictadura militar que asolaba a su patria. Como argentinos y uruguayos. A quienes se les abrieron las puertas de las direcciones y las redacciones de nuestros periódicos y lo que quisieran emprender en la radio, en el cine o en la televisión. Periodistas de primera línea que auspiciados por Diego Arria cumplieron con el sueño de todo periodista de altura: fundar un periódico. He mencionado al extraordinario escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez. Debo agregar a Rodolfo Terragno y a Miguel Ángel Díaz, los argentinos que fundaron en 1978 El Diario de Caracas. De tanta excelencia entonces como La Opinión, de Buenos Aires o El País, de Madrid. Laboraban además en la prensa venezolana el Negro Jorquera, portavoz de Salvador Allende, y Manuel Cabieses, director de Punto Final y militante del MIR chileno. Y decenas de otros militantes exiliados, como José Carrasco Tapia, el mítico Pepone, dirigente del MIR asesinado posteriormente por los agentes de la DINA en Santiago. Fueron decenas los periodistas chilenos que laboraron en El Nacional, El Universal, Últimas Noticias, el Bloque de Armas. Columnistas, reporteros, fotógrafos y caricaturistas. A esa hornada pertenecía quien fuera director del periódico Puro Chile, el medio de mayor tiraje y popularidad durante el gobierno de la Unidad popular, Miro Popic. Que se labraría una importante carrera en la publicidad venezolana. Y tantos actores, actrices, cineastas, músicos, directores y dramaturgos. Como la gran novelista Isabel Allende, quien acaba de confesar haber vivido entre nosotros los años más felices de su vida.

A la casa de mi esposa llegaron importantes personalidades del allendismo, como sus médicos y amigos personales, Danilo Bartulin y Arturo Girón, que acompañaron a Salvador Allende en La Moneda aquel aciago e inolvidable martes 11 de septiembre de 1973 hasta sus últimos minutos y testificaron luego de su suicidio. No fueron los únicos médicos que se instalaron en nuestro país y a los cuales les debemos importantes aportes en todos los campos de la medicina. No encontraron obstáculo para ejercer su profesión. En Caracas o en el interior de la república. Ingenieros, arquitectos, paisajistas, abogados, notables constitucionalistas y reconocidos especialistas en derechos humanos. No hubo profesión, por humilde que fuera, en donde no destacara la presencia de exiliados chilenos, acogidos como hijos de la Patria de Bolívar. Desde mecánicos, carpinteros, albañiles, fresadores y plomeros hasta figuras que han hecho historia en el teatro y el cine venezolanos.

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Los hay políticos, naturalmente. Y fueron quienes recibieron el más privilegiado de los tratos. Aniceto Rodríguez, del Partido Socialista; Anselmo Sule, del Partido Radical socialdemócrata; Renán Fuentealba y Claudio Huepe, de la Democracia Cristiana; Sergio Bitar, que fundara una importante y próspera empresa en Venezuela, y decenas de otros políticos de menor rango, de todos los partidos y tendencias tributarios del marxismo chileno, la socialdemocracia y el socialcristianismo. Cuya presencia bajo la protección solidaria del Estado, los gobiernos y los partidos venezolanos hizo posible en julio de 1975 el primer encuentro de la disidencia chilena, embrión del cual llegaría a desarrollarse posteriormente la llamada Concertación Democrática. Tuvo lugar bajo los auspicios de la Fundación Friedrich Ebert, del SPD alemán, del gobierno socialdemócrata de Carlos Andrés Pérez y del Partido Copei. Los firmantes de la trascendental declaración entonces publicada fueron Clodomiro Almeyda, Sergio Bitar, Renán Fuentealba, Rafael A. Gumucio, Carmen Lazo, Bernardo Leighton, Hugo Miranda, Carlos Morales, Aniceto Rodríguez y Anselmo Sule. Quienes conozcan algo de la historia de Chile podrán comprobar la inmensa importancia de ese encuentro y el valor del respaldo venezolano a la causa de la democracia chilena. Poco les importó a nuestros gobiernos enfrentar a los más poderosos gobiernos del mundo y en especial a Estados Unidos, corresponsables en gran medida del golpe de Estado de Augusto Pinochet. Ni Richard Nixon, ni Gerald Ford, ni Jimmy Carter ni mucho menos Ronald Reagan intimidaron a los gobernantes venezolanos como parece lograrlo un figurón de cuarta categoría como Nicolás Maduro sobre Sebastián Piñera y Michelle Bachelet. Sin duda: la grandeza venezolana de entonces escasea hoy por hoy en América Latina. Un barril de petróleo vale más que los compromisos de honorabilidad y los principios, que según Rómulo Betancourt eran esenciales en cualquier política internacional. Y que jamás dejaran de ser observados, hasta la entrega de la República a la satrapía cubana.

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Ciertamente, se requirieron otros diez años para que el proyecto allí esbozado cuajara en una realidad que fuera capaz de unir a todas las fuerzas democráticas y antidictatoriales, derrotar al tirano electoral, pacífica y constitucionalmente mediante el histórico plebiscito de 1988 y gobernar al país desde el año 1990 al año 2010. Los veinte años más prósperos, pacíficos y fructíferos de la historia de Chile.

La generosidad de los gobiernos venezolanos no da cuenta de los respaldos económicos entregados a quienes se acercaban a Caracas en busca de mecenazgo. Alguno de los favorecidos forma parte del Comando de Campaña de Michelle Bachelet, beneficiada durante los años de que hablamos por el régimen dictatorial y estalinista de la DDR, que según numerosos reportajes da cuenta de rasgos muy determinantes de su conducta política y existencial. No es lo mismo haber encontrado refugio en un país ejemplarmente democrático, abierto, desenfadado y generoso que haberlo hecho bajo la sombra adusta y totalitaria del comunismo soviético.

¿Es esa una de las razones de la insólita indiferencia y rechazo que recibimos los venezolanos que nos acercamos a Santiago de Chile en busca de respaldo de parte de las fuerzas políticas de la izquierda chilena, principales beneficiadas por la generosidad de nuestros trópicos? ¿O es congénito a la idiosincrasia chilena la mezquindad y el mal agradecimiento? No lo era en tiempos de la Unidad Popular. Si es producto de la dictadura, Dios nos cuide de seguir esos pasos. Venezuela perdería su más hermosa seña de identidad: su desinteresada generosidad con sus vecinos. Que no ha requerido jamás de laudatorias proclamaciones hímnicas. La hipocresía no es nuestro mayor defecto.

Antonio Sánchez

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