Lo que está meridianamente claro es que el país no aguanta más. Y que mientras más tarde cualquiera de las soluciones de excepción que ya se han vuelto imperativas, todas las cuales apuntan al desalojo del gobierno y al fin del régimen –renuncia, revocatorio este año, y/o intervención militar comisarial restauradora– , más grave se tornará la crisis y más difícil su resolución. Venezuela llegó al borde del abismo. Y ya no hay marcha atrás. Son los Idus de Junio.
Si los dioses hubieran acordado ofrecerle a la OEA, en bandeja de plata, una ocasión propicia para ejercer su autoritas, recuperar su prestigio y salir fortalecida de esta prueba de fuego, mejores circunstancias no hubiera podido elegir. Venezuela se desangra, martirizada por una crisis orgánica, ya humanitaria y sin precedentes en la región. Su gobierno, manifiestamente entregado a los caprichos y veleidades de la tiranía cubana, pasa por el momento más mezquino en cuanto a respaldo popular. Los casos de neonatos e infantes muertos por falta de medicinas para enfrentar sus graves enfermedades son dignos de una telenovela trágica. De las farmacias han desaparecido hasta las aspirinas. No se hable de medicamentos esenciales para controlar enfermedades graves o mortales, como el cáncer o la diabetes. Las colas para conseguir los alimentos esenciales son verdaderamente espeluznantes. La gente comienza a morirse, literalmente, de hambre y la desesperación provoca saqueos a diario, a lo largo y ancho del país. Los transportes de alimentos son asaltados por masas hambrientas en calles y carreteras, ante la absoluta pasividad de las fuerzas de orden. También apáticas a la hora de proteger a manifestantes de la furia homicida de los sectores oficialistas. La violencia se ha apoderado a tal nivel de las calles y los asaltos callejeros y a domicilio proliferan a tales niveles, que la gente comienza a movilizarse en caravanas para elevar sus opciones de sobrevivencia cuando cae la noche. Acuciada la ciudadanía por falta de luz y agua. Vivimos una hecatombe.
Ciertamente: más trágico sería el despliegue de una barbarie africana y enfrentar casos de canibalismo. ¿Es lo que espera la señora Susana Malcorra para apartar de los conflictos regionales sus ambiciones estrictamente personales y demostrar su capacidad de resolver confrontaciones sociales de gravedad como para tener derecho a ser electa secretaria general de Naciones Unidas? ¿Es lo que espera el presidente Mauricio Macri para pensar como un liberal de impronta y liderazgo continentales y no como un mercachifle argentino tocado por la fortuna? ¿Será la agravada circunstancia que el nuevo gobierno brasileño tendrá a mano para demostrar que la salida de Dilma Rousseff no obedeció a mezquindades grupales –un vulgar “quítate tú pa’ ponerme yo”– sino al anhelo por dar respuesta a la desesperada búsqueda de los pueblos de la región por reencontrarse con un liderazgo político decente, honrado, culto, lúcido y de auténtica grandeza?
Se entiende que países que perdieran hace ya demasiados años toda ponderación y sindéresis, como Nicaragua, Bolivia o Ecuador, o los países disneylandia del Caribe sigan asidos al timón del barco fantasma del chavismo castrocomunista. Todo sea por un barrilito de petróleo por la gracia de Dios. Pero que las grandes naciones de Latinoamérica como Argentina, Chile, Brasil, México sigan postergando el despertar de su responsabilidad histórica ante la brutal crisis que la región viene sufriendo, y de la que Venezuela no es más que un enviado adelantado, causa cuando menos asombro.
Avergüenza que los mercachifles representados en la OEA no estuvieran a la altura de su Secretario General, que por fin ha dado respuesta a la exigencia histórica de actualizar la institución que dirige y ponerla a tono con las expectativas internacionales. Sobre todo luego de la ominosa ejecutoria de José Miguel Insulza, ofensiva por lo alcahueta y complaciente con las dictaduras de Cuba, Venezuela y los gobiernos títeres teledirigidos por el Foro de Sao Paulo.
Perdida la oportunidad de rectificar a fondo y darle una salida política a la grave crisis que nos afecta a los venezolanos, se abren todas las vías imaginables, que como bien se sabe desde tiempos ancestrales, los países no pueden sobrevivir acuciados permanentemente por crisis terminales. En ausencia de la aplicación de la Carta Democrática de la OEA, que hubiera supuesto delegar gran parte de la solución de la crisis en la comunidad internacional, y ante la obstrucción de toda salida por parte del gobierno venezolano mediante la celebración de un revocatorio este mismo año, el país enfrenta soluciones de fuerza por nadie deseadas, pero que podrían hacerse realidad por la fuerza misma de las cosas: un estallido social que arrase con todo y que ya empieza a desenvolverse como en cámara lenta mediante saqueos e insurrecciones puntuales y/o una intervención militar que restablezca el orden, restituya la jerarquía de las instituciones, permita la gobernanza y asuma el control total del país.