En la sociedad moderna, la violencia, implícita o explícita, es un atributo constitutivo del Estado. Cuya misión, así suene paradójico y contradictorio, es ponerle atajo. Tal como lo señalase Thomas Hobbes en uno de los escritos capitales de la filosofía política moderna, El Leviatán. Su función: ponerle coto a la guerra de todos contra todos, base natural de las relaciones humanas, según el filósofo inglés. Bellum omnia contra omnes.
Lo es por decisión soberana de los hombres, pues las instituciones que poseen el control y disfrute institucional sobre las armas, son los cuerpos de ejército y las policías del Estado. Fuerzas de defensa del orden, dicen unos, de Guerra y Marina, dicen otros. Mientras a los ciudadanos les está vetado su uso, salvo excepciones normativas. Es más: sin dicha disposición normada constitucionalmente, el Estado no existiría, pues sin la capacidad de ejercer la coerción como ultima ratio e imponerse sobre el conjunto de los ciudadanos el Estado no sería tal. La violencia es un atributo constituyente del Estado.
Lo cual no implica que dicha apropiación de la exclusividad del derecho a la imposición coercitiva mediante el uso extremo de la violencia, ésta no esté por encima del derecho y pueda actuar a redropelo de la voluntad expresa del Estado. Sea para apoderarse de él o para someterlo al arbitrio de sus asaltantes. La existencia misma del Estado lo pone de manifiesto. La violencia no sólo es la ultima ratio del Estado: es, como pulsión existencial anterior al Estado y, por lo mismo, la ultima ratio de la política, cuya forma desvelada llevada a su máxima expresión es la guerra. De allí la conceptualización de la política como la esencia de la enemistad entre las partes que la constituyen, según Carl Schmitt. Una definición jamás superada: “Die spezifisch politische Unterscheidung, auf welche sich die politischen Handlungen und Motive zurückführen Lassen, ist die Unterscheigun von Freund und Feind.” “La diferenciación específicamente política, de la que se derivan las acciones y motivos políticos, es la diferenciación de amigo y enemigo”. (Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen, El concepto de lo político, Duncker und Humblot, Berlin, 1963, pág.26.)
Hablamos de una enemistad ontológica que no tiene absolutamente nada que ver con los valores psicológicos que aparenta ocultar: la amistad, la simpatía, el pathos. La enemistad a la que se refiere la política está por sobre la voluntad individual, personal, subjetiva del individuo. Está inscrita en los genes de la confrontación objetiva que determina la relación política entre los hombres. “Die Begriffe Freund und Feind sind in ihren konkreten, existenziellen Sinn zu nehmen, nicht als Metaphern oder Symbole, nicht vermischt und abgeschwächt durch ökonomische, moralische und andere Vorstellungen, am wenigsten in einem privat-individualistischen Sinne psychologysch als Ausdruck privater Gefühle und Tendenzen. Sie sind keine normativen und keine “rein gestigen” Gegensätze.” “Los conceptos Amigo Enemigo deben ser tomados en su sentido concreto, existencial, no como metáforas o símbolos, ni tampoco mezclados y debilitados a través de representaciones económicas, morales o de cualquier otra naturaleza, y muchísimo menos ser asumidos como sentimientos y tendencias privadas en un sentido psicologizante.” (Ibídem, pág. 28). Schmitt culmina su análisis con una rotunda afirmación: “dass die Völker sich nach dem Gegensatz von Freund und Feind gruppieren, dass dieser Gegensatz auch heute nicht wirklich und für jedes politische existierende Volk als reale Möglichkeit gegeben ist, kann man vernünftigerweise nicht leugnen”. “Que los pueblos se agrupan según la contraposición de amigo y enemigo, que dicha contraposición no esté dada hoy por hoy para cualquier pueblo existente políticamente como una posibilidad real, no se lo puede negar racionalmente.”
Citamos de la edición de 1963, que es una reedición de su primera aparición, en 1932. Basta señalarlo, para comprender la indiscutible actualidad de las afirmaciones “político teológicas” de Carl Schmitt. Alemania se encontraba a las puertas del nacional socialismo y Europa en los umbrales de la Segunda Guerra Mundial. Y aun cuando para esta segunda edición ya habían transcurrido 17 años del fin de la guerra, se vivía en pleno apogeo de su forma sucedánea, la Guerra Fría. A pesar de lo cual, Schmitt se cuida de explicar en su prólogo que los conceptos emitidos debían ser comprendidos en el marco de cuestiones sustanciales de naturaleza jurídico constitucional, teniendo cuidado de no perder la visión sobre los aspectos concretos de la realidad: “Hauptsächlich handelt es sich dabei um das Verhältnis und die gegenseitige Stellung der Begriffe Staatlich und Politisch auf der einen, Krieg und Feind auf der anderen Seite, um ihren Informationsgehalt füe diese Begriffsfeld zu erkennen.” “Se trata principalmente de reconocer la relación y la posición encontrada de los conceptos Estatal y Político, por una parte, y de Guerra y Enemigo por la otra, a fin de dar con su campo conceptual y su contenido informativo.”
Amigo-Enemigo, Política y Guerra: he allí los ámbitos inherentes a la esencia de lo político. Vale decir: al ejercicio de la máxima violencia, la de la vida o la muerte sobre el escenario de la política o los campos de batalla.
Bajar del campo de la abstracción teórica a la realidad es tan brutal, como la violencia misma en su fase desorbitada. Aclaremos, en primer lugar, que la violencia no ha sido puesta sobre el escenario político venezolano por los sectores civiles, liberal democráticos. Conscientes de la teoría del Estado de la que venimos hablando: historiadores, juristas, académicos. Y los partidos del sistema del que se sienten depositarios políticamente. Ha sido actualizada y puesta en acción por sectores militares que además de traicionar su juramento a la República de ser garantes de la paz interna y externa de la Nación, servirse de su formación y mantenimiento, y usurpar las armas para atentar mortalmente contra el Estado de Derecho lo han hecho, conscientemente, en personajes como Hugo Chávez, o quizá inconscientemente, en personajes como Francisco Arias Cárdenas, montados sobre una ideología que reconoce en la violencia “la partera de la historia”: el marxismo. Pues para quienes nos gobiernan desde hace diecisiete años, la biblia de su comportamiento político ha sido y sigue siendo, hoy más que nunca, el castrocomunismo cubano. Un subproducto del marxismo leninismo para países subdesarrollados como Cuba, Venezuela y la mayor parte de los países de América Latina y del llamado Tercer Mundo. Castrocomunismo que reconoce en la violencia no sólo a la partera del cambio revolucionario, sino en los actos del terror de Estado propio de Estados totalitarios, el instrumento de dominación por excelencia. Como hoy, en Venezuela.
No es la violencia de que hacía referencia Walter Benjamin en su escrito Para una crítica de la violencia, analizándola en el contexto antedicho de la Institucionalidad burguesa y la irrupción de la revolución bolchevique como asomo de lo nuevo en la historia. Es la violencia inter individual, asesina, hamponil y reaccionaria más propia de Franz Fanon y Al Qaeda, de Bin Laden y el Estado Islámico, que del asalto al Palacio de Invierno. Y propiciado y derivado hasta los barrios marginales del hamponato chavista, la de los colectivos y malandros, hoy capaces de azotar un barrio entero en la mayor y más absoluta impunidad, pues “las fuerzas del orden” están ocupadas en reprimir a quienes manifiestan pacíficamente por poner en práctica el derecho constitucional que les asiste de revocar al responsable mayor de la criminalidad imperante. Una criminalidad que auspiciada y protegida por el régimen le ha costado a la nación aproximadamente seis veces el costo de vidas que sufriera el ejército de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam: trescientas mil vidas.
Existe y se propaga, además, conscientemente llevada a cabo por el régimen, otra siniestra forma de violencia, indirecta pero tanto más asesina, si no muchísimo más pues es una violencia silenciosa que a nadie se le ocurriría calificar de violencia, como es la de negarle a los venezolanos medicinas, alimentos básicos, asistencia médica, resguardo policial, trabajo, sueldos y salarios dignos y, por sobre todo, futuro. Sin mencionar la aterradora violencia de ver coartados los más elementales derechos humanos, negados los derechos políticos, aplastadas las instituciones debidas al voto ciudadano. ¿Debo continuar para ilustrar el devastador, el apocalíptico cuadro de la violencia a la que estamos sometidos los venezolanos por parte del Poder, un amasijo de pandillas a falta de un Estado como el que perdiéramos con el asalto de la barbarie chavista?
Y es entonces cuando me asombra escuchar a quienes repudian la violencia “de lado y lado”, “venga de donde venga”. Dicho desde la magnífica atalaya de una empírea neutralidad política. Como si la violencia que nos abruma pudiera provenir de los apaleados, los reprimidos, los encarcelados, los asesinados y recluidos. Practican la aparente bondad de pedirles a las masas inermes de jóvenes que reclaman a pecho descubierto y con las manos vacías contra la sangrienta violencia del Poder que no se dejen tentar por la bestia herida. Sabiendo incluso que fueron ellos, más nadie, quien le causó sus heridas. ¿O pretenden contrabandearnos la idea de que la bestia ha sido herida por los fraudulentos procesos electorales y no por la magnífica rebelión de febrero, que pusiera al desnudo ante el mundo la aviesa y siniestra naturaleza de este régimen asesino? ¿Cuán herido está el Behemot que nos martiriza? ¿Debemos permitirle que siga cosechando muerte a la espera de que muera de inanición?
No estoy de acuerdo. Todos los medios son legítimos si se trata de derrocar al tirano y acabar con la pesadilla sangrienta de su tiranía. No es una teoría inventada al calor de la oposición a los totalitarismos soviético y hitleriano. Tampoco la inventaron los cubanos que asaltaron el Cuartel Moncada y vencieron a los ejércitos de Batista. Muchísimo menos los estudiantes, trabajadores y soldados que expulsaron del suelo patrio al dictador Pérez Jiménez, abriendo el sendero a la primera democracia habida en la historia de nuestra República. Está en los escritos de la patrística, en los orígenes del cristianismo, en la obra de los rebeldes contra los abusos del Poder en todo lugar y en todos los tiempos. ¿Quién mató al Comendador? Fuenteovejuna, señor. Avergüenza tener que recordarlo una vez más, luego de tanta infamia. Pero la ofuscación obnubila. Es la hora de la verdad.
Antonio Sánchez García @sangarccs