“Con el dinero del tráfico de drogas se costean numerosas campañas políticas y hoy se teme, con razón, que los narcoterroristas de las FARC, si finalmente entran en el juego político colombiano, inviertan 500 millones de dólares en comprarse la presidencia del país. Al fin y al cabo, las FARC son el tercer cártel de la droga más poderoso del planeta y cuentan con más recursos económicos que cualquiera de los partidos políticos colombianos”. Así lo expresó el analista político cubano Carlos Alberto Montaner en el Foro «El narcotráfico como peligro para la democracia».

He aquí sus palabras publicadas en El Blog de Montaner:


“Antes de comenzar, debo hacer un doble disclaimer absolutamente necesario.

Aunque mi presencia esta noche se debe a mi carácter de presidente del InteramericanInstituteforDemocracy, las opiniones que siguen son las mías personales y no las del Instituto.

Como soy, además, colaborador de CNN en español, debo reiterar lo que acabo de afirmar: tampoco deben confundirse mis opiniones con la línea editorial de esta cadena de televisión.

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Comienzo por adelantar mi posición con relación al tema del comercio de drogas: tengo y expondré dos razones fundamentales para defender la libre producción y venta de las sustancias hoy prohibidas.

La primera es de carácter práctico y la segunda de carácter moral.

Comencemos por la práctica.

Tal vez sea útil discrepar ligeramente del título de esta conferencia. El tráfico de drogas no amenaza a la democracia.

La democracia es sólo un método flexible para tomar decisiones colectivas sobre asuntos comunes.

La amenaza es mucho más grave y compleja.

El ilegal tráfico de drogas amenaza al Estado de Derecho, la estabilidad política y al buen funcionamiento de las instituciones, especialmente por el poder corruptor del dinero procedente del tráfico de drogas.

Con el dinero procedente del tráfico ilegal de drogas se financian campañas de presidentes y otros altos dignatarios, especialmente en América Latina.

Con el dinero del tráfico de drogas, alguien como el notorio colombiano Pablo Escobar, capo del cartel de Medellín en su momento, utilizó la democracia para salir electo senador suplente.

Con el dinero del tráfico de drogas se costean numerosas campañas políticas y hoy se teme, con razón, que los narcoterroristas de las FARC, si finalmente entran en el juego político colombiano, inviertan 500 millones de dólares en comprarse la presidencia del país.

Al fin y al cabo, las FARC son el tercer cártel de la droga más poderoso del planeta y cuentan con más recursos económicos que cualquiera de los partidos políticos colombianos.

Finalmente, lo que amenaza al Estado de Derecho es la existencia de mafias inmensamente ricas dedicadas al tráfico de drogas.Lo que les proporciona esas ganancias es el carácter ilícito de esa actividad.

La peligrosidad de estas organizaciones criminales procede de la complejidad de la actividad y del enorme caudal de recursos que genera.

Posee un aspecto agrícola. Hay que cosechar las hojas de coca. Para ello se necesita controlar a cientos de campesinos y protegerlos de la persecución policiaca mediante sobornos abundantes.
Posee un aspecto industrial. Es necesario convertir el cultivo en pasta de coca. Hacen falta otras docenas de personas, algunas de ellas con conocimientos medios de química.
Posee un aspecto comercial que invariablemente incluye el transporte clandestino hasta llegar a mercados internacionales.
La creación de un cártel capaz de desarrollar este negocio requiere una cúpula con cierta sofisticación, inteligencia y, por supuesto, una absoluta falta de escrúpulos que la lleva a cometer toda clase de crímenes.

En cierta medida, el proceso se parece a la producción y venta de café, sólo que el carácter prohibido de la cocaína ha multiplicado exponencialmente su precio, mientras la persecución de que es objeto precipita a los narcotraficantes a comprar a personas poderosas del sector público o a tratar de convertirse ellos mismos en funcionarios electos o designados para poder proteger unas actividades tan lucrativas.

Si mañana el café fuera prohibido y su comercio resultara perseguido, es muy probable que aumentara sustancialmente su precio y que surgieran mafias o cárteles dedicados a la producción y venta de la sustancia, como ocurrió con el alcohol durante la época de la prohibición.

En Galicia, España, hace unas décadas surgió un verdadero cártel de los cigarrillos norteamericanos importados como consecuencia de los impuestos excesivos que se les imponían. Eventualmente, esa organización de delincuentes migró hacia el tráfico de cocaína, que era más lucrativo.

En la segunda mitad del siglo XIX en Europa y Estados Unidos se vendía exitosa y libremente el vino Mariani, fabricado en Francia, anunciado copiosamente como un tónico reconstituyente por el valor de las hojas de coca del Perú que contenía.

Efectivamente, era un poderoso estimulante. Entre otras figuras, lo tomaban el papa León XIII –quien lo anunciara en un célebre poster–, la reina Victoria de Inglaterra, Thomas Alva Edison, el presidente Ulysses S. Grant y el escritor y patriota cubano José Martí.

Veamos ahora el aspecto moral de esta cuestión.

No tengo duda de que el consumo de drogas es una colosal estupidez, dado el daño que nos produce en el organismo y las dolorosas muertes que provoca.

También sé que, una vez desatado el diabólico mecanismo de la adicción, es difícil alejarse del consumo de drogas.

Pero no ignoro un aspecto vital de este penoso comportamiento: el consumo de drogas no produce daños a tercero.

Sólo se perjudica el infeliz que lo practica, como sucede con la obesidad mórbida, el consumo de cigarrillos o el de alcohol.

El Estado, por lo tanto, no debe tener autoridad legal para decirnos lo que debemos hacer con nuestro cuerpo.

Si un ciudadano adulto decide recurrir a la imbécil práctica de fumar marihuana, aspirar cocaína, inyectarse heroína o tomar alucinógenos, no le corresponde al Estado prohibírselo, meterlo en la cárcel y clasificarlo como delincuente.

Aunque parezca grotesco, ese ciudadano está ejerciendo una libertad: la que tiene sobre el uso de su propio cuerpo.

De alguna manera, su absurda conducta (como la de tatuarse), está enmarcada en el creciente “derecho al propio cuerpo” que alegan, por ejemplo, las mujeres embarazadas.

Ese derecho va afianzándose en todas partes y se expresa en organizaciones que defienden el derecho al suicidio o a la muerte digna de unas personas que, por razones que a ellas les parecen válidas, deciden que no quieren seguir viviendo aquejadas por un inmenso dolor o por una enfermedad terminal que las irá consumiendo lentamente.

“Vivir –decía un famoso suicida español—es un derecho, no una obligación”.

Otra cosa, por supuesto, es la publicidad.

A la sociedad, por medio del Estado, le corresponde advertir a los individuos sobre el inmenso daño que hacen las adicciones.

Todas las adicciones, incluidos los pain-killers que prescriben ciertos médicos que acaban siendo fabricantes de adictos, a veces sin proponérselo y a veces ex profeso.

Las adicciones generan un alto costo no sólo en quienes las padecen, sino en el círculo inmediato de su familia y, en general, en el conjunto de la sociedad.

Probablemente, una constante campaña de información sobre el daño que provocan las drogas resulte más eficaz que la persecución policíaca para conseguir la paulatina disminución de su uso.

Cuando yo era joven, fumábamos porque era cool hacerlo. A mis nietas les parece algo desagradable.

No hay duda de que la campaña contra el tabaco, que es una lucha contra la adicción a la nicotina, va dando resultado.

Las imágenes repulsivas de unas personas deformadas por el abuso del tabaco, que cuentan el horror del enfisema pulmonar, o que explican las relaciones entre la adicción y el cáncer que padecen, tienen un inmenso efecto disuasorio.

Sospecho que esta forma de enfrentarse al tráfico de drogas es mucho más eficaz que la de insistir en la represión policíaca y el Código Penal.

Ya sabemos que ese camino conduce al fracaso”.

Carlos Alberto Montaner

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