En Brasil, hay acusaciones de todo tipo contra políticos: desde recibir suculentos sobornos u ocultar cuentas bancarias en el exterior, hasta planear la fuga del país de un preso en un avión particular.
Y también está el juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff que precipitó su suspensión del cargo por 180 días.
El “impeachment” también provicó que Michel Temer se convierta, durante ese plazo, en el presidente interino de los brasileños.
Todo esto fue posible después de que, en abril, una comisión especial de la Cámara de Diputados le diera luz verde al proceso por considerar que hay indicios de que la presidenta cometió crímenes “de responsabilidad”.
Pero la principal acusación que podría costarle el cargo a Rousseff no es exactamente por el dantesco escándalo de sobornos en Petrobras, que salpica a su gobierno y a la clase política brasileña en general.
Tampoco se basa en los señalamientos de que la campaña de reelección presidencial en 2014 recibió dinero desviado de la petrolera estatal y de grandes obras públicas, como se ha reportado que admitieron exejecutivos de la constructora Andrade Gutierrez ante los fiscales.
¿O quizá la denuncia se apoye en el testimonio de Delcídio do Amaral, quien tras ir preso siendo el principal senador del oficialismo acusó a Rousseff de intentar liberar empresarios involucrados en el caso Petrobras, nombrando a un alto magistrado?
Pues no.
La acusación central contra Rousseff en el Congreso es que violó normas fiscales, maquillando el déficit presupuestal.
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