Los ojos claros de Svetlana Alexievich han visto a bomberos ucranianos escupir parte de sus pulmones carcomidos por la radiación de Chernóbyl, a jóvenes rusos matar a sus propios padres por el odio acumulado en Afganistán, a mujeres piloto que derribaban cazabombarderos de Hitler sobre los cielos de Moscú que regresaron a casa sin gloria. Pero también ha mirado a la cara a los viejos jerarcas comunistas que rinden un desmedido culto al dinero en la Rusia actual.

Sus libros (El fin del Homo Sovieticus en Acantiilado, Los muchachos del zinc yLa guerra no tiene rostro de mujer o Voces de Chernóbyl, en Debate, además de la obra publicada en catalán por Raig Verd), son un viaje a los sótanos de la Unión Soviética, donde se encontró unos cimientos llenos de secretos y cadáveres. La Premio Nobel de Literatura de 2015, entregado por primera vez a una escritora de no ficción, pasea por un hotel aristocrático de Madrid a ritmo pausado, subida a unas zapatillas de adolescente y vestida a la moda del pacto de Varsovia.

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