Andoni Aduriz recuerda con frecuencia el día que el neurocientífico Antonio Damasio visitó Mugaritz. Ese caserío en medio del monte guipuzcoano era todavía un restaurante y el chef vasco seguía buscando una idea, casi una teoría de unificación, que orientase su proyecto. “Aquí sois muy creativos”, les dijo, “pero lo verdaderamente trascendente es que con vuestro esfuerzo estáis volviendo creativos a los comensales”. A partir de ese momento, Aduriz y su equipo lo tuvieron claro: “Nosotros somos creadores de contextos y queremos que ese contexto te haga más creativo”.

Años después del encuentro con Damasio, el cocinero se encontró con otro científico aficionado a la gastronomía y creador de contextos. Miguel Beato fue el primer director del Centro de Regulación Genómica de Barcelona (CRG). En diez años, con una filosofía poco frecuente en la investigación española, creó uno de los mejores institutos de ciencia básica del planeta. Se contrata a los mejores, se les da libertad y después se les evalúa. “Si no funcionas, te echan”, cuenta Beato, y más de la mitad de los investigadores, aunque hayan tenido éxito, deben irse antes de cumplir los diez años en el centro. Con ese contexto han conseguido mantenerse en la frontera de la ciencia.

Esa frontera y esa búsqueda de la excelencia, que puede llevar a sus miembros al límite, son una de las características compartidas entre el CRG y Mugaritz. Mugaritz, de hecho, es una palabra inventada que reúne los vocablos vascos muga (frontera) y aritz (roble). El roble es el árbol que preside el patio del restaurante y la frontera es la que separa las localidades de Rentería y Astigarraga sobre la que se edificó el caserío. “La frontera también se refiere a que en Mugaritz siempre buscamos estar en el límite de lo posible”, explica Ramón Perisé, del equipo de I+D del restaurante, uno de los responsables de vigilar y ampliar esa frontera.

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