Lena Yau / @LenaYau
La primera vez que escuché hablar de ella fue a finales de los noventa.
Recorriendo restaurantes, investigando, tanteando cómo iba el movimiento gastronómico en aquella Caracas, caí en un restaurante de esos que duran pocos meses a pesar de que la propuesta y la ejecución de los platos que se ofrecían eran magníficos.
Quise conocer al chef. El hombre, un rubio grandote y simpático, salió de la cocina y sostuvimos una larga conversa. José Carlos Orna Rosenthal resultó ser una grata compañía de sobremesa. Peruano, admirador de nuestra cocina, contó cómo sorprendió a sus paisanos haciendo cachapas con el choclo de su tierra. Hablando de cocinas y cocineros, surgió el nombre de Claudia Bertorelli. Había leído sobre su trabajo en prensa y alguna vez la escuché hablando en radio. José Carlos dijo: Nadie hace la salsa boloñesa como ella. Nadie la hará nunca. Esa mujer maneja los secretos de este oficio en forma de remolino. Es imposible detenerla para saber qué ingrediente usa para hacer magia.
Quise probar esa salsa y otras delicias de las que me hablaron pero la vida y sus avatares me llevaron fuera del país.
Claudia era mi destino y nos reencontramos en Madrid.
Nuestros primeros contactos fueron superfluos: encuentros para enviar medicinas a Venezuela, comentarios, risas e intercambio de opiniones en las redes.
Hasta que un día vivió una experiencia que nos hermanó: Clau perdió a su esposo y estuvimos juntas esas horas.
A partir de ese día estrenamos un cuaderno en blanco para la amistad.
Fui conociendo y amando a una mujer con personalidad arrolladora. Una mujer que no dejaba indiferente a nadie. Seductora, llena de sentido del humor, con la mesa puesta a toda hora, consentidora, disparatada, protectora, abierta, vital.
Claudia cocinó muchas cosas y en muchos lugares pero nunca dejó de proyectar y compartir la comida de nuestro país.
Recuerdo que la contrataban para el catering de bodas y siempre incluía pasapalos venezolanos en la fiesta. Así puso a los españoles a celebrar entre jamón de jabugo y tequeños, queso manchego y arepitas reina pepeada, tartaletas de changurro y empanadas de cazón.
Un diciembre me dijo: Te vienes conmigo a las hallacas.
Y yo, que soy buenísima para degustar y perezosa para cocinar, le dije: Mira, no te conviene, cuando “no hago” hallacas con mis compadres me robo todas las almendras y las aceitunas, me tomo la cerveza y lavo muy mal las hojas. Mis compadres me adoptan por cariño, créeme que no soy útil.
Ella se carcajeó y me explicó que en su casa podía “no hacer hallacas” y robarme el guiso si quería pero que la invitación era para otra cosa. Quiero que seas parte del jurado en el concurso “La mejor hallaca de Madrid”.
Titubeé un poco pero acepté y fue una vivencia que me marcó y que modificó mis caminos.
El regalo de Claudia fueron muchos: ver la alegría inocente, casi infantil de los participantes, descubrir en los ojos adultos a los niños que fueron, la ilusión genuina, la alegría sin filtros, la fiesta limpia llena de acentos y fragancias que nos hacen viajar, que nos alborotan el gentilicio.
Pero Claudia trascendía la cocina.
En su mundo veloz siempre contemplaba la ayuda.
Entre sus sueños estaba construir un lugar en el que se juntaran sus pasiones: un local en el que hubiera música, conciertos, tratamientos relajantes y sanadores y comida para prevenir y curar dolencias. Sabía perfectamente cómo funcionaban los alimentos en el cuerpo y a partir de ese saber creó un conjunto de recetas. Los remedios y las medicinas también están en un plato lleno de sabor, decía.
Sus deseos de vida son tan inabarcables como ella.
A Claudia la movía la necesidad de amparar y de dar amor.
La última vez que hablé con ella me habló de sus perritos. Soy bisabuela, exclamó feliz.
Le dije que con siete perros tendría que valorar mudarse a una casa y contratar a un pastor.
Sí, dijo entre risas, ¡estoy buscando una casa con jardín, mi Lenix, vamos a hacer fiestas de perros y cocinamos parrilla!
No fue.
Claudia temperamental en vida y en fuga. Ser humano incombustible, fuerza de la naturaleza, siempre se movió súbita, desbordada, subrepticia, impredecible, en sopetones, en golpes de viento, encandilante.
La Gorda, como le decimos los que la amamos, partió sin despedirse.
Claudiapé, como le digo yo entre mil nombres más, debe estar conquistando las luces que la acompañan.
La imagino haciéndose con los fuegos y con la música, si ese lugar tiene arpas celestiales seguramente las cambió por metales y tambores.
No es difícil pensarla contando la historia de sus tatuajes, haciendo reír con sus amores y desamores, cuestionando el orden de las neveras, explicando las cosas que aprendió en cada viaje, describiendo a sus adorados padres y hermanos.
Caraqueña acérrima y también gocha, venezolana sentida, siempre llevó el país en sus manos, en su hacer, en su decir.
Amada gorda huracanada, me hiciste comer muchas cosas y todas las disfruté.
Nunca me preparaste esa salsa que te hizo presencia en mi tiempo.
No importa.
Te agradecí en este plano la enorme amistad que me brindaste, la mano que me ofreciste, la familia que abriste para que fuera también mía, la protección, las carcajadas.
Intento agradecerlo de nuevo y abrazarte con estas líneas que burlan las leyes terrenas.
Quiero que sepas que para mí las hallacas ya no son diciembre.
Las hallacas son y serán Claudia.
El Nacional
Foto: Celia Bendelac