El dramático proceso inflacionario venezolano continúa en plena expansión y no se vislumbra que mejorará en el corto plazo. Durante un tiempo, la rápida pérdida de valor del bolívar (que está anclado desde el 2003 a tipos de cambio oficiales fijos sobrevaluados) le permitió a algunos afortunados vender sus dólares en el mercado paralelo, obteniendo importantes ganancias que les permitían cubrir sus gastos y financiar la producción o importación de bienes. Pero las condiciones actuales acabaron con ese cuento.
La caída de consumo podría superar este año el 10%, esperándose una contracción similar en el PIB. Eso mientras las reservas internacionales han caído aproximadamente 4.300 millones de dólares, tenemos la inflación más alta del mundo, índices de escasez de comida y medicinas son espeluznantes y el índice de confianza de los consumidores toca su piso histórico. Por mucho, estas cifras son las peores de nuestra historia, sin contar épocas de guerras. Y por eso, a la fecha, la oferta de bienes esenciales y no esenciales es claramente inferior a la demanda, así que el sistema de precios venezolano se encuentra tambaleante y volátil, mientras no existen referencias claras sobre qué es lo caro ni qué es lo barato.
Los precios están influenciados en gran medida por la cotización del dólar negro, principalmente en aquellos productos no esenciales, puesto que no existe otra manera de importarlos. Por otro lado, en el caso de los productos esenciales surge una paradoja: aunque existe una tasa de cambio menor para su importación (establecida así para “proteger” el acceso a esos productos), el impago del gobierno a los proveedores, más la contracción de las importaciones y de la producción nacional, distorsionan exponencialmente al alza de los precios en esos mercados.
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