Quien se niegue a comprender o aún no ha comprendido la función altamente política que cumplen los presos políticos en el sistema de dominio tiránico del régimen castro comunista implantado en Venezuela por el teniente coronel Hugo Chávez, heredado por Nicolás Maduro, aún no es consciente de la grave crisis de excepción, orgánica y terminal a la que estamos sometidos. Lo dijo con una lacerante e indiscutible objetividad el ex presidente de Ecuador Osvaldo Hurtado en una excepcional entrevista con el periodista mexicanos de CNN en español, Fernando del Rincón la noche de este lunes 27 de marzo: “en democracia no existen presos políticos. Venezuela es una dictadura”.
En primer lugar, porque los presos políticos – y nos referimos concretamente a todos nuestros presos políticos, desde los comisarios que ya llevan 15 años encarcelados en total abandono hasta Leopoldo López, Antonio Ledezma Daniel Ceballos y los más de cien jóvenes opositores encarcelados por la tiranía a partir de la que he llamado “revolución de febrero de 2014” – son completa, total y absolutamente inocentes de cualquier delito que pudiera serles imputados. Como por ejemplo el asesinato cometido por terroristas de las FARC, de la ETA, de Al Qaida o del Estado Islámico. En los que cabe diferenciar entre el hecho de sangre mismo y sus motivaciones. Un asesinato es un asesinato, así sea cometido en nombre de Alá, de la revolución o de reivindicaciones nacionalistas o de cualquier otra índole de naturaleza política o religiosa.
Exactamente como bajo la dictadura de Fidel Castro en Cuba, desde sus mismos inicios, – el caso emblemático de Huber Matos es el paradigma – también en Venezuela el encarcelamiento de inocentes ha servido a dos funciones: demostrar que la justicia había desaparecido, que el poder del tirano era absoluto y detentaba la voluntad de decidir sobre la vida y la muerte de los ciudadanos rebajados a súbditos de un monarca cruel y desaforado, y sentar precedentes vivos y ejemplares del infierno que les esperaba a quienes se propusieran oponerse al régimen, por una parte; y mantener rehenes para eventuales negociaciones en caso de complicaciones políticas externas y/o internas. De allí la naturaleza estrictamente política de sus encarcelamientos.
De allí la piedra de tope que constituyen los presos políticos: liberarlos supone renunciar al emblema y al rehén, devolver a la justicia el rol que le corresponde en la organización del Estado y entregarles a las fuerzas opositoras el poder represado en sus líderes encarcelados. En una palabra: fracturar la tiranía.
Esa y no otra fue la razón del fracaso de los diálogos intentados con la mediación de ex presidentes cercanos al régimen y la participación de un enviado papal: liberar a los presos políticos hubiera dado paso al comienzo del fin de la tiranía. Lo que jamás estuvo planteado bajo la dictadura militar de Augusto Pinochet, que no sólo se sostenía con la fuerzas de sus tropas sino con un consenso mayoritario y el respaldo institucional que legitimara a su régimen desde sus mismos comienzos. Como consta en los registros históricos, accedió a liberar a importantes dirigentes del régimen allendista a poco de instaurar su feroz dictadura: entre muchos otros a Luis Corbalán, secretario general del poderoso Partido Comunista de Chile, que bueno es recordárselos a sus congéneres que hacen vida integrados a la Nueva Mayoría en el gobierno chileno de Michelle Bachelet, le debió su vida a las gestiones adelantadas por el gobierno del socialdemócrata venezolano Carlos Andrés Pérez – quien, por cierto, restableciera las relaciones diplomáticas con Cuba en diciembre de ese mismo año de 1974 e insistiera en abrirle los brazos al responsable de nuestra tragedia.
Debo señalar algunas diferencias históricas para aclara el contexto internacional bajo el que tiene lugar, en estos mismos instantes, la discusión sobre la aplicación de la Carta Democrática al caso venezolano. Ningún presidente latinoamericano, y muchísimo menos ninguno de los afiliados al Foro de Sao Paulo, obedientes a las directrices estratégicas de Fidel o de Raúl Castro o miembros de la llamada Internacional Socialista – me refiero a Daniel Ortega, a Rafael Correa, a Evo Morales, a los Kirchner, a Lula da Silva, a Dilma Rousseff o a Michelle Bachelet – intentó jamás mediar directamente ante Hugo Chávez o Nicolás Maduro para solicitarle la inmediata excarcelación de los comisarios, Leopoldo López o Antonio Ledezma. Un caso de ingratitud histórica hacia la ultrajada democracia venezolana sin precedentes en América Latina.
Pero tampoco puedo ocultar la desidia con que la oposición venezolana ha tratado a sus presos políticos. Fuera de promesas vacías jamás cumplidas, como las adelantadas por algunos dirigentes de sus partidos o, lo que constituye un grave precedente sobre la pureza doctrinaria y la fortaleza de espíritu de sus dirigencias: las que sirvieran de acicate para movilizar electoralmente a la ciudadanía ante las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015.
Sólo dos instituciones han asumido la exigencia de la inmediata liberación de nuestros presos políticos como asunto crucial ante el que no caben transacciones: la Iglesia Católica Venezolana y el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, que ha tenido la lucidez y el coraje de plantearlo bajo la forma de un ultimátum del organismo, en estricto respeto a sus obligaciones constituyentes. Exhibir el supuesto aislamiento a que nos condenaría su aplicación demuestra el talante mendaz y miserable de quienes prefieren seguir jugando a las elecciones que liberar a nuestros presos políticos y echar abajo el fracturado, miserable y carcomido armatoste de la tiranía.
@sangarccs