Una palabra que siempre asocié con belleza y tranquilidad. La conocí en mi niñez por una canción de César Prato, Nostalgia Andina: “al correr la mirada se mecen las montañas en la cortina gris de la calina”. El prematuramente fallecido trovador merideño personalmente me explicó que “calina” era esa niebla que se observaba en las mañanas elevándose en las calles de su amada Mérida. “Calina” siempre evocó la exquisita música de Prato, el recuerdo de su guitarra, el frío de las mañanas merideñas, la belleza de los Andes venezolanos y el sentido de pertenencia a ese país hoy borrado hasta el negro profundo del vacío; del no-ser que llaman patria.
Mi reencuentro con la calina, ahora “calima” –“calina” o “calima”, son sinónimos aunque su forma original es con “n”, seguramente la “n” devino en “m” por corrupción– no fue tan placentero como aquel de mi infancia signada y atormentada por el asma, pero solazada por la música de grandes, como mi maestro Eduardo Serrano, quien solía acompañar a César con su humilde, infalible y virtuoso cuatro, afinado con un Si subido una octava en la prima.
Broncoespasmo severo, infección pulmonar, anoxia, cianosis, disnea, taquicardia, falta de aliento, náuseas, desvanecimiento, sudoración y detrás de la desesperación, la sensación “algo está mal, muy mal, ¿será un infarto?”
Mientras boqueaba en la silla de la sala de espera, llegó mi médico José Octavio Isea y me tomó la mano: -¿Qué pasa viejo? ¿Estás mal? –Algo está mal, José Octavio, algo está muy mal. No sé cómo me condujo al consultorio. Me midió el oxígeno y auscultó: -Tengo que hospitalizarte ya, estas completamente trancado y no estás oxigenando. Y procedió.
La calima, ese smog irrespirable, hediondo, con olor a quemado, olor al nauseabundo vaho que se eleva de los incendios sofocados por agua, cargado de hollín y gérmenes en un caldo gaseoso saturado de monóxido de carbono, que me llevó a la emergencia del Centro Médico Docente La Trinidad, fue mi reencuentro con la palabra.
Pero “calima” no es mi prístina calina, no son sinónimos. Jamás supe de su existencia. Para mí sólo había calina, hasta que hace unas semanas escuché “calima”, con “m”. “Se puede decir de las dos formas”, me dijeron. Y es que “calima” es mucho más que una simple palabra. Es una metáfora. Metáfora y a la vez detrito de una sociedad mórbida; metáfora y al mismo tiempo excremento de esa “patria” que sustituyó a aquel pujante y hermoso país en el que la música ingenua era posible y existía la calina.
La calima, esa niebla fétida, tóxica y casi sólida que irrita los ojos, congestiona y quema la nariz, raspa la garganta y ofende los bronquios que se contraen como para cerrarle el paso, constituye la atmósfera en la que debe vivir el venezolano y apropiadamente, alberga la muerte, la violencia, la inseguridad, el hambre, la miseria propias de la vida cotidiana en revolución. Colas en los expendios de comida y medicinas, pilas de cadáveres en las morgues, salas de emergencia repletas pero sin medicamentos, pacientes moribundos gracias a la escasez de medicinas, cáncer avanzando comiéndose la carne de tantos privados de quimio y radioterapia, urea y creatinina que envenenan la sangre de pacientes renales, la caquexia del menguante diabético sin insulina del que emana el olor dulzón de un miembro necrosado, los labios cianóticos del asmático cuyo diafragma se contrae inútilmente buscando aire, todo está envuelto en la apestosa calima.
Pero el asmático, privilegiado, como el cardiópata, puede gozar del beneficio de morir rápido, sin mucho sufrimiento, asfixiado en pocos minutos. Sin medicamentos, el diabético, el canceroso, el enfermo renal enfrentan una agonía pavorosa mucho peor que la muerte.
¿Es la calima, como lo son los linchamientos e incineraciones de maleantes ajusticiados por el pueblo hoy tan de moda, síntoma del colapso del Estado? En mucho han contribuido a ella los incendios en zonas rurales y semirurales del ex país. En El Hatillo, municipio más afectado por el fenómeno, se sabe de vecinos que provocaron quemas en bosques para reducir la población de zancudos por la amenaza de dengue y zika. No es descartable que la proliferación de incendios provocados por personas ajenas a las leyes sean producto de la anomia y desaparición del Estado.
La calima lo cubre todo. Todo lo penetra. Todo lo corrompe. Todo lo carcome. Incluso la búsqueda de medicamentos para combatirla. En esta que ahora llaman “patria” no existen broncodilatadores ni otros medicamentos de acción rápida que despejan los pulmones del asmático y salvan vidas. Así que el asmático, como el cardiópata, el diabético, el nefrópata y el canceroso, como tantos enfermos crónicos, tienen una sentencia tácita de muerte emanada de un Estado violador de DDHH incapaz de garantizarles abastecimiento de medicinas. De un Estado que no es.
Estado que no es Estado. Gobierno que no es gobierno. Dictadura que no es dictadura. Una dictadura exige organización, controla con mano férrea, lincha y no permite que otros linchen, monopoliza la Ley y no permite que cada ciudadano la tome en sus manos. En una dictadura, máxime militar, “se puede dormir con las puertas abiertas”. Es sólo anomia, sólo caos, resultados propios de una oclocracia. La calima es la emanación natural, el flato de ese caos.
Una lluvia lavará esa calima. El planeta se autorregula, cual organismo vivo. Los mecanismos de autorregulación también harán que la sociedad venza la infección que la aqueja y que causa la calima. Nada puede permanecer perpetuamente infectado. La infección cede o mata. Y los países no mueren.
Leonardo Silva Beauregard
@LeoSilvaBe